Un pueblo sin Dios es un pueblo sin alma
José Martí
Nací en 1958 unos meses antes de que entrara en Cuba uno de los siete jinetes del Apocalipsis. Mi madre, una mujer profundamente cristiana y ama de casa, se aseguró de que tanto mi hermana como yo asistiéramos al culto al menos, tres días a la semana… En el pequeño batey camagüeyano donde vivía, la iglesia era una casa de madera envejecida donde un matrimonio y su hija luchaban por mantener a toda costa su visión evangelizadora. Les recuerdo con mucho cariño pues desarrollaron en mi alma un amor a Dios que ni el tiempo ni el entorno derrumbaron, aún en las más terribles pruebas de la vida bajo un gobierno ateo y totalitario.
Lo que no lograba entender en aquellos días de mis cuatro o cinco años de edad, era el motivo de las ofensas, las pedradas contra los cristales de las ventanas, la marginación en la que vivían aquellos pobres pastores evangélicos y la paulatina desaparición de los miembros de la iglesia.
Cuando cumplí los seis años y comencé la enseñanza primaria, sobraba tanto espacio durante el culto que la voz del oficiante sonaba hueca y profunda... como si Dios estuviera sufriendo a través de su misionero.
Fue unos años más tarde cuando las cosas comenzaron a verse más claras para mí. La iglesia fue cerrada por el Estado. El local fue intervenido para abrir allí la PNR, Policía Nacional Revolucionaria. Un tiempo después, mis padres decidieron cerrar también nuestra casa y mudarnos hacia otro pueblo donde aún existiera una iglesia a la cual asistir. Ya para entonces, yo acumulaba en mi mente tristes episodios infantiles como la burla de la maestra Josefina porque mis padres no se adaptaban al progreso social y seguían arraigados a una creencia absurda. Y también la actitud provocativa de algunos compañeritos de clases que gritaban con orgullo: Mi maestra dice que Dios no existe.
Cuando todo echó a rodar fue al finalizar la enseñanza primaria. No quedó una escuela secundaria en mis entornos que permaneciera externa. Todos tuvimos que marcharnos a las escuelas en el campo. De esa manera ¡adiós Iglesia! Cada veintiún días salíamos un fin de semana de pase al hogar. Poco a poco perdí el hábito y sólo conversaba con Dios para mis adentros, susurrando oraciones junto a mi almohada o cerrando los ojos durante las clases de Filosofía Marxista-Leninista.
Me faltó alma durante mucho tiempo. Mis padres dejaron de ocupar un papel fundamental en mi formación y fueron suplantados por largas conferencias, círculos de estudios revolucionarios, asambleas revolucionarias, movilizaciones revolucionarias, maestros revolucionarios y comisarios revolucionarios que fiscalizaban hasta los más mínimos deslices ideológicos.
Una de las cosas que más duele en la ausencia del alma, es el desconocimiento real, por ejemplo, de lo que significa practicarse un aborto.
El Doctor Oscar Elías Biscet cumplió prisión en la isla por denunciar ese flagelo. La juventud en general habla de ello como de ir a sacarse una muela al dentista. No hay en Cuba conciencia del crimen que el aborto implica. Otro claro síntoma de atraco contra la dignidad es la retórica del falso concepto de amistad. Para la moral comunista, un buen amigo es aquel que ayuda a aclarar el diversionismo ideológico de sus allegados, comunicándolo inmediatamente a las organizaciones gubernamentales sobre las creencias religiosas, preferencias artísticas, opiniones, etc.
Asimismo la prostitución, el contrabando, el matrimonio con extranjeros y el trabajo en centros turísticos se han convertido en un medio normal de subsistencia o de fuga. Sin el menor pudor, la cúpula gobernante goza de los mayores privilegios sociales y económicos, frente a una población desesperada e indigente.
La moral socialista educa a las nuevas generaciones en la creencia de que todo el que no es de la secta gubernamental, merece la muerte, la prisión o el exilio. El vecino que se muestra indiferente al entorno social, es un apático. El que opina diferente es un contrarrevolucionario, el que decide irse del país es una escoria. Y así las cosas, el ser humano sufre una especie de metamorfosis kafkiana. La muchedumbre marcha, se detiene, abre la boca o levanta los brazos de la misma forma que actúan los animales de corral.
Entre la multitud, algunos llevan un grave estigma que los convierte en reo: la aristocracia del alma, esa que no aprende a obedecer bajo el látigo o la propaganda continua y vitalicia. Alguien dijo alguna vez que en medio de una sociedad enferma, aquel que salta es el único sano. Hay quienes nunca aprenden a ser esclavos, hay quienes nunca aprenden a vivir en el corral, hay quienes no soportan el yugo.
Existe también otra especie humana que sigilosamente, se mantiene neutral. La que no se interesa por la política en una nación donde toda la naturaleza se ha vuelto moral socialista.
Desde la cosecha de un boniato hasta la lectura de un libro. Esa nueva especie indiferente escapa mientras tanto. En una Cuba libre, sin embargo, disfrutará de la libertad o la riqueza creada por otros que sí se metieron en política. Los que ahora permanecen perseguidos o prisioneros de la dictadura, fundarán la nación. Mientras, aquellos que hoy se bañan en el fango de los asesinos, se revolcarán sin el menor pudo, en las sábanas blancas de los hombres libres,¡esos que hoy son perseguidos, encarcelados o marginados, los que pretenden fundar una nación con alma!
No hay comentarios:
Publicar un comentario