Así se explica que los trabajadores mismos temblaron al ver qué delitos de terror y bombas se criaban a su sombra
José Martí (1886)
El proceso de los siete anarquistas de Chicago, redactado por José Martí en la ciudad de Nueva York, el 2 de Septiembre de 1886 y publicado en el Diario "La Nacion" de Buenos Aires.
Señor Director de La Nación:
Aquellos anarquistas que en la huelga de la primavera lanzaron sobre los policías de Chicago una bomba que mató a siete de ellos, y huyeron luego a casa donde fabrican sus aparatos mortíferos, a los túneles donde enseñan a sus afiliados a manejar las armas, y a untar de ácido prúsico, para que maten más seguramente, los puñales de hoja acanalada; aquellos que construyeron la bomba, que convocaron a los trabajadores a las armas, que llevaron cargado el proyectil a la junta pública, que exitaron a la matanza y el saqueo, que acercaron el fósforo encendido a la mecha de la bomba, que la arrojaron con sus manos sobre los policías, y sacaron luego a la ventana de su imprenta una bandera roja, aquellos siete alemanes, meras bocas por donde ha venido a vaciarse sobre América el odio febril acumulado durante siglos europeos en la gente obrera; aquellos míseros, incapaces de llevar sobre su razón floja el peso peligroso y enorme de la justicia, que en sus horas de ira enciende siempre a la vez, según la fuerza de las ramas en que arraiga, apóstoles y criminales; aquellos han sido condenados, en Chicago, a muerte en la horca.
Tres de ellos ni entendían siquiera la lengua en que los condenaban. El que hizo la bomba, no llevaba más que unos nueve meses de pisar esta tierra que quería ver en ruinas.
Uno solo de los siete, casado con una mulata que no llora, es norteamericano, y hermano de un general de ejército: los demás han traído de Alemania cargado el pecho de odio.
Desde que llegaron, se pusieron a preparar la manera mejor de destruir. Reunían pequeñas sumas de dinero; alquilaban casas para hacer experimentos; rellenaban de fulmicoton trozos pequeños de cañerías de gas: iban de noche con sus novias y mujeres por los lugares abandonados de la costa a ver cómo volaban los cascos de barco; imprimían libros en que se enseña la manera fácil de hacer en la casa propia los proyectiles de matar: se atraían con sus discursos ardientes la voluntad de los miembros más malignos, adoloridos y obtusos de los gremios de los trabajadores: "pudrían -dice el abogado- como el vómito del buitre, todo aquello a que alcanzaba su sombra".
Aconsejaban los bárbaros remedios imaginados en los países donde los que padecen no tienen palabra ni voto, aquí, donde el más infeliz tiene en la boca la palabra libre que denuncia la maldad, y en la mano el voto que hace la ley que ha de volcarla: al favor de su lengua extranjera, y de las leyes mismas que desatendían ciegamente, llegaron a tener masas de afiliados en las ciudades que emplean mucha gente alemana: en Nueva York, en Milwaukee, en Chicago.
En libros, diarios y juntas adelantaban en organización armada y predicaban una guerra de incendio y de exterminio contra la riqueza y los que la poseen y defienden, contra las leyes y los que las mantienen en vigor. Se les dejaba hablar, aun cuando hay leyes que lo estorban, para que no pudieran prosperar so color de martiriro, ideas de cuna extraña, nacidas de una presión que aquí no existe en la forma violenta y agresiva que del otro lado del mar las ha engendrado.
Prendieron estas ideas lóbregas en los espírutus menos racionales y más dispuestos por su naturaleza a la destrucción; y cuando al fin, como enseña de este fuego subterráneo, saltó encendida por el aire la bomba de Chicago, se vio que la clemencia equivocada había permitido el desarrollo de una cría de asesinos.
Todo esto se ha probado en el proceso. Ellos que, salvo el norteamericano, tiemblan hoy, pálidos como la cal, de ver cerca la muerte, manejan en calma los instrumentos más alevosos que han sugerido nunca al hombre la justicia o la venganza.
No fue que rechazasen en una hora de ira el ataque violento de la policía armada: fue que, de meses atrás, tenían fábricas de bombas, y andaban con ellas en los bolsillos "en espera del buen momento", y atisbaban el paso a los grupos de huelguistas para enardecerles con sus discursos la sangre, y tenían concertado un alzamiento en que se echasen sobre la ciudad de Chicago a una hora fija las carretadas de bombas ocultas en las casas y escondites donde los mismos, que ayudaron a hacerlas las descubrieron la policía.
No embellece esta vez una idea el crimen.
Sua artículos y discursos no tienen aquel calor de humanidad que revela a los apóstoles cansados, a las víctimas que ya no pueden con el peso del tormento y en una hora de majestad infernal la echan por tierra, a los espíritus de amor activo nacidos fatalmente para sentir en sus mejillas la vergüenza humana, y verter su sangre por aliviarla sin miramiento del bien propio.
No: todas las grandes ideas de reforma se condesan en apóstoles y se petrifican en crímenes, según en su llameante curso prendan en almas de amor o en almas destructivas. Andan por la vida las dos fuerzas, lo mismo en el seno de los hombres que en el de la atmósfera y en el de la tierra. Unos están empeñados en edificar y levantar: otros nacen para abatir y destruir. Las corrientes de los tiempos dan a la vez sobre unos y otros; y así sucede que las mismas ideas que en lo que tienen de razón se llevan toda la voluntad por su justicia, engendran en las almas dañinas o confusas, con lo que tienen de pasión estados de odio que se enajenan la voluntad por su violencia.
Así se explica que los trabajadores mismos temblaron al ver qué delitos se criaban a su sombra; y como de vestidos de llamas se desasieron de esta mala compañía, y protestaron ante la nación que ni los más adelantados socialistas protegían ni excusaban el asesinato y el incendio a ciegas como modos de conquistar un derecho que no puede ser saludable ni fructífero si se logra por medio del crímen, innecesario en un país de república, donde puede lograrse sin sangre por medio de la ley.
Así se explica cómo hoy mismo, cuando los diarios fijaron en sus tablillas de anuncio el veredicto del jurado, no se oía una sola protesta entre los que se acercaban ansiosamente a leer la noticia.
¡Ay! ¡aquí los corazones no son generalmente sensibles! ¡aquí no hace temblar la idea de un hombre muerto por el verdugo a mano fría! ¡aquí se habitúa el alma al egoísmo y la dureza! pero se suele ver, como en los días de la agonía de Garfield, el corazón público, -se suele sentir, como en los días del abolicionista Wendell Phillips, la pujanza con que se revela la conciencia nacional contra la injusticia o el crimen,- se ve crecer en un instante, como en los días de las huelgas de carros, la ira de la clase obrera cuando se cree injuriada en su decoro o su derecho.
Y esta vez, ni un solo gremio de trabajadores en toda la nación ha mostrado simpatía, ni cuando el proceso, ni cuando el veredicto, con los que mueren por delitos cometidos en su nombre.
Y es porque esos míseros, dándose a sí propios como excusa de su necesidad de destrucción las agonías de la gente pobre, no pertenecen directamente a ella, ni están por ella autorizasos, ni trabajan en construir, como trabaja ella; sino que son hombres de espíritu enfermizo o maleado por el odio, empujados unos por el apetito de arrasar que se abre paso con pretexto público en todas las conmociones populares, pervertidos otros por el ansia dañida de la notoriedad o provechos fáciles de alcanzar en las revueltas,-y otros, ¡los menos culpables, los más desdichados!, endurecidos, condensados en crimen, por la herencia acumulada del trabajo cervil y la cólera sorda de las generaciones esclavas.
Aquí, a favor de la gran libertad legal, de lo fácil del escape en esta población enorme, de la indulgencia que envalentonó la propaganda anarquista, se reunieron naturalmente para su obra de exterminio esos elementos fieros de todo sacudiemiento público: los fanáticos, los destructores y los charlatanes. Los ignorantes los siguieron. Los trabajadores cultos se retrajeron de ellos con abominación. Los obreros norteamericanos miraron como extraños a esos medios y hombres nacidos en países cuya organización despótica da mayor gravedad y color distinto a los mismos males que aquí los hábitos de libertad hacen llevaderos.
El silencio amparó la obra siniestra.
Y cuando llegaron para Chicago las horas de inquietud que en su justa revuelta por su mejoramiento está causando en todo el país la gente obrera, saltaron a su cabeza los hombres tenebrosos, vociferando, ondeando pañuelos rojos, azuzando a los desesperados, echando al aire la bomba encendida.
Saltaron en pedazos los hombres rotos: murieron miembro a miembro desesperados en los hospitales: repudió toda la gente de trabajo a los que a sangre fría mataban en su nombre. Y hoy, cuando se anuncia el veredicto que los condena a muerte, se siente que en esta masa de millones hay todavía rincones vivos donde se hacen bombas, se reúnen en Nueva York dos mil alemanes a condolerse de los sentenciados, se sabe que no han cesado en Chicago, ni en Milwaukee, ni en Nueva York los trabajos bárbaros de estos vengadores ciegos; pero las grandes masas no han alzado la mano contra el veredicto, ni el curioso indiferente que se acerca hoy a las tablillas de los diarios hubiera podido oír a un solo trabajador ni comerciante, ni una palabra de condenación o de ira contra el acuerdo del jurado.
Porque entre otras cosas, los peligros mismos que, a la raíz del proceso, corría el jurado, venían siendo garantía de que él no daría veredicto de muerte contra los anarquistas, a tener la menor posibilidad de evitarse así una inquietud para la conciencia y un riesgo para sus vidas. Si la evidencia no era absoluta, el jurado se aprovecharía de ello para no incurrir en la ira de los anarquistas.
Ya se sabe que el jurado aquí, como en todas partes, no es como los jueces, que viven de la justicia y pueden afrontar los peligros que les vengan de ejercerla con protección y paga del orden social que los necesita para su mantenimiento.
Estos doce jurados, traídos muy contra su voluntad a juzgar a los jefes de una asociación numerosa de hombres que creen glorioso el crimen, y criminales a todos los que se oponen, habían de temer con razón que los anrquistas enfurecidos por la sentencia de sus jefes, llevasen a cabo las amenazas que esparcían abundantemente, mientras se estaba eligiendo el jurado.
Treinta y seis días tardó el jurado en formarse. Novecientos ochenta y un jurado hubo que examinar para poder reunir doce. Reunidos al fin, siguió por todo un mes la sombría vista.
De noche reposaban los jurados en sus cuartos en el hotel, vigilados por los alguaciles que debían librarles de toda comunicación o amenaza: deliberaban: comentaban los sucesos del día: iban concentrando el juicio: se distraín tocando piano, banjo y violín. De día eran las sorpresas.
Ya era el norteamericano Parsons, a quien la policía no podía hallar, y se presentó de súbito en la sala del proceso, desaseado, barbón, duro, arrogante: ya era que iban perdiendo su seguridad aparente los presos, conforme el fiscal público presentaba en el banquillo como testigos a los cómplices mismos de los anarquistas, al regente de la impenta del periódico que incitaba a la matanza, al dueño de la casa donde el recién llegado alemán hacía las bombas.
Una joven repartía un día a los presos ramilletes de flores encarnadas. La madre del periodista Spies oía día a día las declaraciones contra su hijo. El fiscal presentó en su propia mano una bomba cargada, de las que se hallaron en un escondite, fabricadas por uno de los presos, con ayuda del cómplice que lo denunciaba desde el banquillo.
Cada día se veían crecer las alas de la muerte, y se sentían más aquellos infelices bajo su sombra.
Todo se fue probando: la premeditación, la manufactura de los proyectiles, la conspiración, las excitaciones al incendio y el asesinato, la publicción de claves en el diario con este fin, el tono criminal de los discursos en la junta de Haymarket, la preparación y lanzamiento de la bomba desde la carreta de los oradores.
Estaba entre los preso el que la había hecho, ésa y cien más.
Los restos de la bomba eran iguales a los que los cómplices de los presos entregaron en la policía, y a las que tenía el periodista en su imprenta y enseñaba como hazaña.
Los testigos de la defensa se contradijeron y dejaron en pie la acusación. Los testigos de la acusación eran amigos, compañeros, empleados, cómplices de los presos.
Sin miedo hablaron el fiscal y su abogado. Sin fortuna ni solidez hablaron los defensores. El juez dijo al jurado en sus indicaciones que el que incita a cometer un delito y a preparlo es tan culpable de él como el que lo comete.
Anonadaba tanta prueba. Estremecía lo que se había oído y visto. Trascendía al tribunal el espanto público.
El jurado deliberó poco, y a la mañana siguiente los presos fueron llamados a oír el veredicto.
¡Pobres mujeres! La viejecita Spies, la madre del periodista, estaba en un rincón, mirando como quien no quiere ver. Allí su hermana joven. Allí la novia lozana de uno de los presos. Allí la mujer de Schwab, desdichada y seca criatura, el cuerpo como roído, de rostro térreo y manos angulosas, extraña en el vestir, los ojos vagos y ansiosos, como de quien viviese en compañía de un duende: Schwab es así: desgarbado, repulsivo, de funesta apariencia; la mirada caída bajo los espejuelos, la barba silvestre, el pelo en rebeldía, la frente no sin luz, el conjunto como de criatura subterránea.
Allí la mulata de Parsons, implacable e inteligente como él que no pestañea en los mayores aprietos, que habla con feroz energía en las juntas públicas, que no se desmaya como las demás, que no mueve un músculo del rostro cuando oye la sentencia fiera. Los noticieros de los diarios se le acercan, más para tener qué decir que para consolarla. Ella aprieta el rostro contra su puño cerrado.
No mira; no responde; se le nota en el puño un temblor creciente; se pone en pie de súbito, aparta con ademán a los que la rodean, y va a hablar de la apelación con su cuñado.
La viejecita ha caído en tierra. A la novia infeliz se la llevan en brazos. Parson se entretenía mientras leían el veredicto en imitar con los cordones de una cortina que tenía cerca el nudo de la horca, y en echarlo por fuera de la ventana, para que lo viese la muchedumbre de la plaza.
En la plaza, llena desde el alba de tantos policías como concurrentes, hubo gran conmoción cuando se vio salir al tribunal, como si fuera montado en un relámpago, al cronista de un diario,-el primero de todos. Volaba. Pedía por merced que no lo detuviesen. Saltó al carruaje que lo estaba esperando.
- "¿ Cuál es, cuál es el veredicto ?"-voceaban por todas partes.-"¡Culpables!"-dijo, ya en marcha. Un hurra, ¡triste hurra!, llenó la plaza. Y cuando salió el juez, lo saludaron.
Publicado en La Nación, Buenos Aires, 21 de octubre de 1886.
EL DÍA IDEAL, EL DEL FLACO
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Hoy es el Día Ideal, que ni esculpido, para sostener que Dinero y Felicidad
tienen poco que ver, que lo que de verdad cuenta -y pesa y besa- es tener
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