"DOS HOMBRES Y UN DESTINO"
Por Carlos Alberto Montaner
Hace exactamente sesenta años comenzó la tragedia de los cubanos. Solemos decir que se inició con la llegada de Fidel al poder en enero de 1959, pero no es cierto: todo empezó el 10 de marzo de 1952. Esa madrugada, el ex presidente Fulgencio Batista, hombre que en sus orígenes procedía de los estratos más bajos del ejército, dio un golpe militar incruento. Lo llevó a cabo pocas semanas antes de unas elecciones que muy probablemente hubiera ganado Roberto Agramonte, un honorable catedrático de Sociología que presidía el Partido Ortodoxo, formación política vagamente socialdemócrata. El cuartelazo interrumpía un ciclo democrático de tres gobiernos sucesivos de centro izquierda, incluido el del propio Batista (1940-1944), quien había tenido el honor de inaugurarlo.
Veamos cómo describía Fidel Castro el mundillo político liquidado por el golpe de Batista. El fragmento que sigue pertenece a La historia me absolverá, el alegato de Castro en su propia defensa por el juicio que se le siguió tras atacar el cuartel Moncada el 26 de julio de 1953:
“Os voy a referir una historia. Había una vez una república. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades, Presidente, Congreso, tribunales; todo el mundo podría reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos, y en el pueblo palpitaba el entusiasmo. Este pueblo había sufrido mucho y si no era feliz, deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían engañado muchas veces y miraba el pasado con verdadero terror. Creía ciegamente que éste no podría volver; estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de que ella sería respetada como cosa sagrada; sentía una noble confianza en la seguridad de que nadie se atrevería a cometer el crimen de atentar contra sus instituciones democráticas. Deseaba un cambio, una mejora, un avance, y lo veía cerca. Toda su esperanza estaba en el futuro.”
Retrato de Batista
¿Quién era Batista y por qué derribó la frágil institucionalidad democrática de Cuba tras haber contribuido decisivamente a edificarla en 1940?
Fulgencio Batista era un hombre de origen muy pobre, nacido en Banes en 1901, un pueblo remoto y atrasado del oriente cubano. Era mestizo de blanco, negro, indio y tal vez chino. Su madre lo crió sola, porque, como era frecuente en el campo, el padre ni siquiera quiso reconocerlo hasta pasado cierto tiempo. De niño, Batista cortó cañas, trabajó como peón en los trenes, recibió alguna instrucción de unos bondadosos cuáqueros americanos que merodeaban haciendo el bien por aquellos parajes y, finalmente, se reclutó como soldado para escapar de la miseria y estructurar su vida de alguna manera provechosa.
Evidentemente, Batista no tenía vocación castrense en el sentido de querer disparar cañones y ganar batallas, pues se hizo mecanógrafo y taquígrafo para trabajar en el Estado Mayor, donde alcanzó el grado de sargento debido a esas destrezas burocráticas menores. Tenía fama de ser inteligente y respetuoso, aunque la vulgaridad afeaba su conducta, inevitable rasgo que se adquiere en la vida cuartelera. Parece que este extremo logró corregirlo con el paso de los años. El poder lo civilizó y lo educó, al menos formalmente.
En agosto de 1933, tras la caída de Machado, por esos raros imponderables de la vida, el sargento Batista, ante el desmoronamiento de las instituciones, incluido el propio ejército, se vio de pronto de portavoz de una insubordinación de los sargentos y clases del ejército, cuyo origen era esencialmente económico: protestaban porque no cobraban su sueldo desde hacía varios meses. Pero esa protesta pronto se transformó en reivindicación política cuando unos sagaces revolucionarios, blancos, educados, ideológicamente motivados por el pensamiento de izquierda, y generalmente adscritos a los niveles sociales altos y medios del país, vieron en la rebelión de los sargentos una buena oportunidad de controlar las fuerzas armadas para ponerlas al servicio de la revolución que se proponían llevar a cabo.
El 4 de septiembre de 1933 se produjo la primera gran aventura política de Batista. El sargento, junto a los estudiantes universitarios y otros elementos radicales que encabezaron la lucha armada contra la dictadura de Machado, desalojaron del poder a Carlos Manuel de Céspedes, hijo del Padre de la Patria, y ocuparon la casa de gobierno. El entonces muy joven Batista, con apenas 32 años y sin otro bagaje intelectual que el de ser hábil tomando dictados, se convertía en el “hombre fuerte” del país, papel que desempeñaría hasta 1940, cuando resultó electo en unos comicios razonablemente limpios.
Batista gobierna entre esa fecha y en 1944, y, finalmente, tras otras elecciones inobjetables, le entregó el poder a un catedrático de medicina, el Dr. Ramón Grau San Martín, quien había sido su más relevante compañero en la asonada del 4 de septiembre, pero a quien había defenestrado varios meses después, en enero de 1934, con el beneplácito y el aliento del gobierno de Franklin D. Roosevelt, entonces empeñado en pacificar y moderar a Cuba.
¿Cómo y por qué este humilde sargento, totalmente desconocido, se transformó en el hombre fuerte de Cuba? Mi impresión es que el resto de los factores de poder (el Directorio, el ABC, los empresarios, los comunistas, la embajada de Estados Unidos), por diversas circunstancias vieron sus debilidades como ventajas comparativas.
Todos creían que podían manipularlo. Batista era demasiado débil intelectual y económicamente. No pertenecía a la oligarquía económica ni al patriciado blanco, no se había construido una prestigiosa biografía antimachadista. Era, aparentemente, un pobre diablo al que un brillante periodista, Sergio Carbó, flamante Secretario de Gobernación y de Marina y Guerra del gobierno surgido del 4 de septiembre, había ascendido mágicamente de sargento a coronel, colocándole las tres estrellas sobre su camisa sudada de soldado, para tratar de revitalizar la desmoralizada institución armada.
¿Y cómo se veía Batista a sí mismo? Probablemente, como un hombre de pueblo, sufrido y humillado en aquella Cuba racista y clasista que se burlaba de él porque era mestizo, y de su mujer, Elisa, porque había tenido que lavar ropa de extraños para superar la pobreza. Se veía, además, como un hombre de izquierda que simpatizaba con los republicanos durante la Guerra Civil española (algo que Franco nunca le perdonó del todo). Por eso se sentía totalmente afín al lenguaje revolucionario posmachadista, y seguramente se congratulaba de que la vida le hubiera dado una oportunidad y él había tenido la audacia de saber aprovecharla.
Para los comunistas, con quienes se llevaba muy bien, Batista era la mejor opción del panorama político nacional, y el único dirigente que, dados sus míseros orígenes, no era un “enemigo de clase”, como postulaba el manual marxista. Cuando le pidieron, en 1939, que mantuviera neutral al país tras el comienzo de la Segunda Guerra, durante el periodo en que los nazis y los soviéticos se aliaron para desguazar Polonia y engullir a los países bálticos en beneficio de Moscú, Batista los complació. Pero hizo mucho más: legalizó el partido, les facilitó el control del aparato obrero, y fueron aliados en las elecciones de 1940, haciendo ministros a dos de ellos —Juan Marinello y Carlos Rafael Rodríguez— cuando se produjo el triunfo.
Ni siquiera Fidel, en 1959, fue tan generoso con los comunistas como el Batista del primer gobierno. Fidel utilizó a su antojo al viejo PSP y, cuando le pareció oportuno, encarceló a unos cuantos dirigentes durante la llamada “microfracción”. Batista, en cambio, los trató como aliados y les concedió una parcela de poder importantísima: la Confederación de Trabajadores Cubanos.
Nunca en la historia de la República los comunistas tuvieron más peso y reconocimiento que durante el primer Batista. Lo que explica que hayan sido los comunistas los primeros y más enérgicos batistianos del país. Los dos gobiernos auténticos que siguieron a ese Batista juvenil se encargaron de arrebatarles el poder, los privilegios y la autoridad que el ex sargento les había conferido.
Por eso, cuando Batista, en 1944, termina su periodo presidencial y comienza un recorrido internacional, el poeta Pablo Neruda saluda su paso por Chile con palabras como éstas: “Otra hora ha llegado al mundo, la hora del pueblo, la hora de los hombres del pueblo, la hora en que Batista se confunde con los héroes populares de nuestra época, Yeremenko, Shukov, Cherniakovsky y Malinovsky, que hoy golpea y deshace las puertas de Alemania, los guerrilleros de España y de China, Tito y la Pasionaria. A Batista, en esta hora que también, por desgracia, se ha caracterizado por incubar traidores y cobardes, lo ponemos en el marco de los americanos totales”.
Después de su periplo triunfal, aplaudido por las izquierdas en media América, Batista se refugia en Daytona, en Florida y allí permanece varios años. En 1948 es elegido senador sin siquiera hacer campaña, y se postula nuevamente para presidente en 1952, pero esta vez carece totalmente de apoyo popular. Según las encuestas de la época, apenas contaba con el respaldo del 10% de los electores. Fue entonces cuando aceptó encabezar un golpe que otros militares y algunos civiles habían organizado previamente.
¿Por qué lo hizo? Su primera coartada, totalmente absurda, era que Carlos Prío Socarrás, a su vez, preparaba un golpe. La otra justificación, igualmente insostenible, es que el país estaba en medio del caos producto de los enfrentamientos armados entre bandas rivales. La verdad es más sórdida que todo eso: lo hizo, y la sociedad permaneció indiferente, porque quería seguir mandando y, de paso, enriquecerse otra vez de manera ilícita porque el cofre familiar estaba medio vacío. Pudo hacerlo, pudo dar el golpe, porque no existían en el país unos sólidos valores republicanos universalmente compartidos.
Prevalecía en el país la mentalidad revolucionaria, muy vigorosa desde los años veinte, pero absolutamente hegemónica a partir de 1933, que ignoraba la importancia de la ley o el peso de las instituciones. La fina estructura republicana, que exige de los ciudadanos y de la clase dirigente el voluntario acatamiento de la ley, en Cuba era una desconocida entelequia. La democracia pendía de alfileres.
Retrato de Fidel Castro
El golpe de Batista el 10 de marzo de 1952 fue una bendición para Fidel Castro. El impetuoso abogado de 26 años, con fama de gangstercillo violento —lo que en esa confundida sociedad, sacudida por severas turbulencias, no lo invalidaba como líder cívico—, perteneciente al Partido Ortodoxo y candidato a congresista en las elecciones que nunca se celebraron, de pronto encontró un camino rápido para convertirse en la figura política más importante del país: encabezar la insurrección contra la nueva dictadura.
Al contrario de Batista, Fidel provenía de una familia rica del campo cubano. Su padre, un gallego laborioso llamado Ángel Castro, llegado a Cuba a fines del siglo XIX como soldado español, a lo largo de una vida de trabajo y continuos negocios se había convertido en millonario. A su muerte, ocurrida en 1956, su fortuna se calculó en más de seis millones de dólares, cifra impresionante para la época. Su madre, Lina Ruz, no obstante su limitadísima formación, quiso que sus hijos estudiaran en buenos colegios y no escatimó recursos para lograrlo, pese a que el centro geográfico de los negocios familiares estaba cerca de Mayarí, también en una región atrasada y distante del oriente cubano.
Fidel, pues, fue enviado como interno a Belén, uno de los mejores colegios de Cuba dirigido por los jesuitas, y, cuando terminó el bachillerato, sus padres continuaron manteniéndolo generosamente mientras estudiaba Derecho en la Universidad. Como dato curioso, la primera vez que el nombre de Fidel Castro aparece en un diario es cuando lo ataca el periódico Hoy de los comunistas cubanos. En su edición del 14 de diciembre de 1944 dice lo siguiente: “En el reaccionario Colegio de Belén se realizó una ridícula sesión para combatir el proyecto del ilustre senador Marinello [una ley en contra de la enseñanza privada], y uno de los discursos estuvo a cargo de un tal Fidel Castro, pichón de jesuita, y que se mantuvo hablando tonterías, comiendo gofio durante mas de una hora”.
Pero en la universidad, Fidel, pese a ser inteligente y poseer una gran memoria, estudió poco. Todo su interés estaba en labrarse una carrera política que lo llevara al poder. Como en esa época muchos líderes cubanos no se distinguían por su sabiduría, sino por su ejecutoria violenta como revolucionarios, pronto se integró a una de las pandillas más activas, la Unión Insurreccional Revolucionaria, y protagonizó varios hechos de sangre.
Mientras el Fidel tira-tiros, como entonces se les decía, inspiraba cierto miedo y respeto entre sus compañeros, y pese a que sus amigos le reconocían una rara capacidad oratoria, la verdad es que el líder político juvenil no lograba abrirse paso. Fidel no consiguió ganar ninguna elección en la universidad. De manera que en 1949, tras advertir que por la vía de la violencia no podía triunfar donde funcionaban las instituciones democráticas, renunció a la UIR y se afilió al Partido Ortodoxo con el objeto de llegar al Congreso.
En esa tarea estaba la madrugada del 10 de marzo de 1952, fecha en que Batista dio el golpe. Era la circunstancia perfecta para él. A base de acciones violentas, audaces y absolutamente irresponsables, quemaría etapas y lograría catapultarse a los primeros planos de la política nacional. Enseguida descubrió que su capacidad de convocatoria era muy débil en el terreno político, porque no conseguía nuclear a gentes intelectualmente bien formadas, pero resultaba muy eficaz para organizar pandillas de acción. Podía perder la vida en el intento, pero estaba dispuesto a realizar esa apuesta.
De alguna manera, Fidel compartía con Batista ese carácter temerario. La noche en que el ex sargento fue a apoderarse del Campamento de Columbia, pudo morir si algún soldado u oficial se hubiera decidido a hacerle frente. También pudo iniciarse una guerra civil si Carlos Prío hubiera tenido el ánimo de resistir el levantamiento. Pero no sucedió nada de eso. Batista volvió al poder casi sin oposición en los primeros momentos.
Pero ocurrió lo peor: se crearon las condiciones para que un nefasto personaje como Fidel Castro, violento y delirante, con la cabeza llena de disparates, sin ninguna experiencia laboral, acabara apoderándose de una sociedad que carecía de defensas frente a los caudillos revolucionarios, porque episodios como el golpe habían convencido a la mayor parte de los cubanos que la república no servía para nada, dado que la clase política no era otra cosa que una banda de ladrones y de violadores de la ley.
Esta historia lamentable comenzó hace sesenta años.