La muerte tiene garras de gavilán en acecho cuando se la observa a través de una reja de hierro. Los ojos se quieren salir y la carne se encoge, el asombro se adueña de los labios y no te permite pronunciar palabras. De repente, te das cuenta que una vida acaba así de fácil, delante de tu vista, que alguien sin escrúpulos golpea salvajemente a otro ser humano hasta aniquilarlo, y tú, inutil reo sin estrado ni togas viriles a las cuales acudir, no haces otra cosa que llorar de repugnancia impotente.
Aquella tarde del 12 de enero de l994 vi por primera vez a un automutilado de cerca. Hasta entonces había escuchado hablar de que allí en la cárcel provincial de Canaleta, en Ciego de Avila, era cosa de todos los días sacar a un preso con las venas cortadas, o con los tobillos negros por inocularse petroóleo a la sangre, y hasta creí que exageraban las demás mujeres cautivas cuando describían la forma en que aquellos hombres aislados y enloquecidos, se introducían pinchos en el pene; todo este horror con el propósito de que les sacaran del encierro aunque fuese para un salón de operaciones o para un sillón de ruedas eterno...
En realidad hace mucho daño revivir esas escenas, pero tengo pegado por dentro el último grito de un joven llamado Desiderio Fiallo, con sus cejas tupidas y el rostro terso, casi un niño, llevado a la cárcel por dedicarse al mercadeo ilegal de ropas, alimentos, equipos electricos, en fin, cualquier cosa de las que el Gobierno no provee a la población.
Ese fue el primer motivo que llevó a Fiallo al presidio, pero él no soportaba el encierro. Una y otra vez cayó en las celdas de aislamiento por automutilarse, después de largas sesiones de golpizas para aleccionarle. Sin embargo, el joven volvía siempre a las cuchillas escondidas bajo la lengua, a los pinchos, al desangramiento, hasta que una vez fue definitivo.
Las presas nos encontrabamos en la galera contigua a la enfermería, y al escuchar los alaridos del lobo-jefe llamado probablemente Pablo o Sergio, ¿quién puede precisar?, nos agolpamos en el piso y por debajo de la puerta infranqueable, vaciamos los ojos asustados.
---Te dije que se las cosas, cósele las venas así mismo, a sangre fría y bien rajaditas, para que le duelan.!Que se las cosas, coño!
Una y otra vez aquel hombre vestido de verde olivo, tiró el bastón macizo sobre las carnes de Fiallo, mientras la enfermera de la cárcel hundía la aguja en las venas. El preso pedía clemencia, ...por su madrecita, por Dios, "combatiente" , no me de mas...ay!, ...ay!. Y se desmaya.
El silencio de algunos segundos hizo exclamar a una presa un : !Mi madre, se murió!. Pero en verdad fue unas horas más tarde cuando salió definitivamente de su confinamiento.
Agarrado de pies y manos como un lechón que llevan al horno, otros dos reclusos le tiran delante de la posta carcelaria, y piden que se le atienda porque lo ven muy mal. El guardia rie y avisa que efectivamente, pronto vendrá la "ambulancia" salvadora para el vendedor ilegal . Hace insistentes sonidos con su boca satisfecha simulando la sirena:
---UIO, UIO, UIO, AHÍ VIENE, MÓNTENLO!
Cumplen órdenes los improvisados camilleros, y lo tiran sobre la carretilla del salcocho del penal, lo llevan desnudo hacia la celda y allí le encadenan de pies y manos, tal y como lo ordenó el verdiolivo custodio.... Algún tiempo después, quizás muy largo para quienes lo vimos todo horrorizadas, sentimos un grito de despedida dolorosa, como quien deja escapar el espíritu para que vague lejos y no regrese al cuerpo, a ese mismo cuerpo que una vez tuvo manos maternales acunándole y soñó sobre sus manecitas quien sabe cuantas esperanzas de realización humana.
La madre de Fiallo se llamaba Amarilis, era barbera. Un dia le llevaron el cuerpo de su hijo en una caja sellada que ni siquiera tenía puesto el verdadero nombre de Fiallo, sino el de uno de sus hermanos. Ella aún creía que en la justicia y que las autoridades investigarían para encontrar a los asesinos, y escribió a varias instancias del Gobierno cubano...
Cuando salí de Cuba en 1996, Amarilis no estaba en su sano juicio, hablaba constantemente de policias que la vigilaban, estaba muy delgada y su mirada había quedado fija e inexcrutable. Supe mucho después que aún esperaba que se celebrara el juicio en que le prometi que serviria de testigo, Yo vi, Fiallo, infeliz cautivo de 22 años, cuando te mataron aquella tarde en la Carcel Provincial de Canaleta, donde el automutilamiento y los bastonazos, no quieren ser ciertos porque no pueden llegar al cielo.
Roxana Valdivia, periodista independiente.
Agencia Patria
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