Aquella noche me dormí mirando los ojos de un sapo. Tenía las patas de alante en perfecta posición para caerme encima y el pánico que me mantuvo inerte por horas, acabó por rendirme.
Desperté en un charco de sangre. ¿qué hacer con un ciclo menstrual en una celda donde solamente hay un camastro, una colchoneta casi podrida y llena de piojos... y un sapo a punto de saltar?
Grité con todas mis fuerzas y apareció un custodio que abrió la pequeña ventana de la celda que daba al pasillo.
-- Necesito agua y almohadillas sanitarias, por favor.
Abrió la boca y rió a carcajadas. Alcancé a verle la prominente mandíbula inferior. El rostro a retazos. Era muy pequeña la ventana. ¨Por allí no saldría la vida¨--pensé.
Cerró de un golpe y escuché sus pasos alejándose.
-- Arranca la guata de la colchoneta-- dijo aquella mujer que compartía mi encierro. Y de pronto me di cuenta que no estaba sola. Era regordeta y varonil. Se levantó a tientas en medio de la penunmbra y me mostró un bulto de relleno de colchoneta sucia y hedionda.
-- Toma. Es lo que usamos, no hay más nada.
La imagen repulsiva de mi sangre mezclándose con aquellas tripas de hilo me hizo vomitar. El mal olor entonces fue peor.
-- No gracias. No me moveré de aquí. No te acerques por donde camino si voy al baño, te puedes embarrar. ¿quién eres?
-- Me llamo Meila. Estoy aquí por intento de asesinato.
-- ¿cómo? ¿lo hiciste o eres sólo sospechosa?.
¿Cómo se me ocurrió preguntarle eso? ¿acaso lo confesaría? Fue una pregunta estúpida, pero la hice impulsada por el miedo que me produjo la idea de estar encerrada con una presunta asesina. En fin, ella guardó silencio.
Me quité los pantalones y corté con mis dientes en pequeños pedazos, la tela de las piernas. Caminé hasta un rincón donde había un hoyo en el piso y una llave donde goteaba el agua. De alguna manera me enjuagué un poco y puse una de las tiras del pantalón entre mis piernas.
Así de sucia, adolorida y con insomnio pasé muchas, interminables horas, cambiando aquellos trapos a menudo y enjuagándolos en las gotas de agua que caían de la llave.
El sapo seguía allí. A veces creía verlo sonreir y burlarse. Pero no saltó.
En algún momento me llevaron a otra celda al lado contrario del Técnico de la Seguridad del Estado. Yo apestaba. Mi pelo larguísimo tenía piojos. Mi ropa estaba rota, hecha jirones. De todas maneras, miré con lástima al sapo porque no saltó y sólo atinaba a mirarme con sus ojos saltones y espantosos. No saltó, no se movió. Levantó un dedo cuando me llevaban, parecía que estaba pidiendo la palabra, pero no dijo ni ¨croac¨.
¡Pobre sapo!