jueves, 27 de marzo de 2014

LAS MOSCAS

Glorieta central del parque Céspedes,
 en Trinidad, donde tiraron los
cadaveres ametrallados
 






 “Pues Cuba es un país que produce canallas, delincuentes, demagogos y cobardes en relación desproporcionada a su población”

Reinaldo Arenas

 
   “ Comunista”.  Esa palabra. La conozco desde niño, pero sigue siendo luctuosa, sombría. Siempre que la escucho o la pronuncio es como si una bocanada de humo negro me asfixiara; para mi mente es un color rojo sangre en una pañoleta, o una boina… son puntos negros volando, zumbando, entrando y saliendo de una boca, de una nariz y de los oídos, cadáveres tirados en un parque o la ceniza de un tabaco pestilente.          

   Algunos creen que el blanco no es un color, pero créeme, lo es. ¡Claro que es un color!, sobre todo cuando quieres salirte de las filas, de los grupos, de todo lo que represente un uniforme obligatorio. Es ahí cuando el blanco demuestra ser un verdadero color, un perfecto color imparcial, limpio, limpio de toda culpa. Yo siento remordimientos, ¿sabes?, porque nunca busqué a mis padres.

   El rojo es para mí sinónimo de un pequeño grupo de gente  vestida de verde, pero no sé por qué se disfrazan de verde. Las BDM, por ejemplo, eran menos hipócritas porque usaban uniformes marrón, que es un color rojo obscuro, como la sangre sólida. Te explico  que las siglas BDM significan Bund Deutscher Mädchen en alemán, y Liga de Jóvenes Alemanes, en español. ¿O eran las Juventudes Hitlerianas las del uniforme marrón?. Bueno, para el caso es lo mismo porque las BDM eran el preámbulo de lo segundo.


   La primera vez que supe de esa palabra ¨rara y luctuosa¨ fue en mi casa del Escambray, en un pequeño caserío cerca de las Llanadas de Gómez y el río Caracusey. Recuerdo que me encontraba jugando cerca de la finca de la vieja Andrea, donde todavía se veían bien claras, las manchas de coágulos de sangre en la yerba y en las piedras. Unos tres meses antes, habían muerto muchos alzados y milicianos en un combate que marcó trágicamente a todos los de la zona.
  
  Tenía yo unos siete años y prestaba atención al tabaco que fumaba aquel hombre en la salita de mi bohío. Se le cayó un poco de ceniza en el suelo, y escupió aquella palabra, ¨comunista¨ . Es lo que más recuerdo de toda la charla amenazante contra mi madre. Para mí todo lo demás fue ruido, escándalo y saliva de una boca que al abrirse, mostraba todos los sucios y manchados dientes.

    Mencionaba repetidamente dos nombres que nunca olvidé: Osvaldo Ramírez y San Gil. Decía que mi madre les proveía alimentos a los bandidos. Y las venas del cuello se le querían reventar cuando nos amenazaba.


   Apenas tuvimos tiempo para recoger tarecos: una cama de hierro vieja y destartalada que a duras penas desarmamos entre mi madre y yo, tres taburetes, dos calderitos de hierro, un jarro de aluminio donde mi madre acostumbraba a poner el colador de café que era un aro de alambre con un cono de tela, y dos cubos. Lo demás no cabría ni nos dejaron montarlo tampoco en la vieja carreta de bueyes que nos llevaría lejos de mis lomas. Allí olvidé con el apuro y el susto,  el tren de madera que mi padre había construido para mí con cabulla y palitos.

   A mi padre se lo habían llevado días antes en un camión junto a otros vecinos, todos agrupados como reses al matadero. Entonces vinieron por nosotros aquellos del traje verde que repetían la palabra extraña, una palabra lejana, que nada tenía que ver con los cubanos.

  Habíamos vivido años terribles desde los muertos de ambos bandos en las lomas: los hombres que continuaban la guerra a la que estaban acostumbrados los rebeldes, los del Directorio Revolucionario o del 26 de Julio, primero contra Batista y luego contra Castro,  y aquellos de verde que usaban ahora sin recato la ¨palabra luctuosa¨ ; se decían cosas en secreto, y luego escuchaba voces como ¨traición¨, ¨ ahorcados¨, ¨fusilados¨, y de nuevo aquella extraña palabra de que ya te hablé y que tanto odiábamos mi madre y yo.

   Después del largo camino entre barrancos y montañas bajando del Escambray, pasamos por el parque Céspedes de Trinidad en aquella carreta. Nos obligaron a bajarnos allí. Era domingo. Había gran alboroto en la ciudad porque la noche anterior se habían llevado mucha gente presa, algunos hacia Topes de Collantes, otros no se sabía a donde.

    Eran cerca de las tres de la tarde y lo que vi me provocó temblores y náuseas. En el suelo, al centro del parque, habían tirado los cuerpos de muchos hombres, unos treinta. Estaban llenos de balas y destrozados. Tenían la sangre seca en sus rostros. Eran Cheíto León y sus hombres, a los que Fidel llamó bandidos.

    Aquel espectáculo era tan sádico y terrible que muchas personas salían vomitando y otros con los ojos espantados sin pronunciar palabras.

    Hombres, mujeres y niños como yo se aglutinaban para ver el macabro espectáculo. Trinidad estaba en la calle, aterrados la mayoría, victoriosos unos pocos.

    Sobre los rostros ensangrentados, diminutos puntos negros se movían, penetraban por los oídos, la nariz y la boca. Eran muchos puntos negros, muchos más que los espectadores. Las moscas cubrían el lugar, los cadáveres. Lo cubrían todo como una nube siniestra.
  
   Familias enteras fueron sacadas del Escambray  y llevadas a vivir en carpas o pueblos cautivos a diferentes lugares del país. Los hombres separados de las mujeres, y éstas separadas de los niños.

    Mi hermano era un bebé de meses. Mi madre lloraba por darle el pecho y en aquel lugar de La Habana donde nos acamparon, una miliciana le prestaba a su hijo cada tres horas para que lo amamantara. Jamás volvimos a ver a mi padre. Dicen que lo tenían detenido en Santa Clara.

     Luego me trasladaron a mí también lejos de mi madre, a quien se llevaron presa. Ahora que te hablo sobre este holocausto, esta historia de mi niñez, no la cuentes a nadie. Yo crecí en una casa para niños sin amparo filial. La única familia que tuve desde entonces fueron la cocinera, la maestra, y los funcionarios del gobierno que nos visitaban y supervisaban todo el tiempo.

   No he podido olvidar a mi madre. La figura de mi padre se desdibuja en mi memoria. Me enseñaron a odiarlos, pero no lo consiguieron. Solamente callé mis sentimientos por miedo, mucho miedo.

   Luego fui a la Escuela Militar Camilo Cienfuegos y el resto ya lo conoces pues desde entonces somos amigos. Por eso te relato mi historia, pero te repito, no lo digas a nadie porque no me está permitido hablar sobre eso. Puedo ir preso o perder mi trabajo, mi puesto como Primer Secretario de la UJC. Poco a poco asumí como propia aquella palabra extraña, comunismo, pero siempre que la digo, en mis discursos, siento que una nube de moscas negras entra en mí, como una bocanada siniestra …

 Nota del autor: La historia está basada en hechos reales y los nombres de los protagonistas han sido cambiados para proteger la identidad de los mismos. En las décadas de los sesenta hasta los ochenta, unos diez mil campesinos cubanos, hombres, mujeres y niños, fueron arrancados  de sus tierras en el centro de la isla, la mayoría procedentes de la zona del Escambray, donde se había librado una encarnizada lucha entre alzados contra Castro y las milicias. Estas familias fueron internadas en campos para prisioneros en el occidente y el oriente de Cuba. Los pueblos cautivos todavía existen.

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